Quien dice que la realidad supera a la ficción se queda corto. Fíjense, si no, en el desenlace del misterio que pesaba sobre la desaparición del celebérrimo Códice Calixtino. El manuscrito de culto pasó de ser el orgullo de la catedral de Santiago a permanecer oculto, y a buen recaudo, en un cercano garaje, por obra y gracia del electricista que durante veinticinco años se ocupó del mantenimiento del templo y que, durante ese tiempo, parece que se fue apropiando de diversos tesoros de incalculable valor.
El suceso, no me lo pueden negar, destila el aroma de un inquietante guión de cine negro en estado puro. Digno de haberse convertido en un caso para el mítico detective Sam Spade. Porque tras la desaparición del valioso códice, la nómina de sospechosos la hubiera podido integrar, dentro de unos parámetros de previsibilidad, cualquier persona: desde el propio deán hasta un ladrón de guante blanco. Cualquiera, menos un sufrido y gris operario que no hacía más que cambiar enchufes y bombillas sigilosamente.
Aunque, si lo pensamos con cierta objetividad, o frialdad, seguro que amparado en el ejercicio de sus funciones y abusando de la confianza que otorgan veinticinco años de fieles servicios prestados y de la aparente insignificancia de su cometido, el amigo Castiñeiras debía tener acceso a cualquier dependencia catedralicia.
Ya saben, se puede desconfiar de un mayordomo, de una mujer fatal, (por supuesto), de una persona mal encarada según los cánones de Lombroso y, si me apuran, incluso de un clérigo que ha perdido la fe. Pero nunca del oscuro electricista de cabecera.
Y a pesar de ello, un sagaz y pertinaz policía ha sido capaz de no desistir de su primera intuición y tras seguir las andanzas de Manuel o, mejor dicho, sus estridentes compras de inmuebles durante el último año, ha terminado por dar con el paradero del Códice.
Y como colofón, la investigación ha concluido no sólo con la recuperación de la valiosa reliquia, sino incluso, con la detención de Manuel Castiñeiras y su banda de secuaces, compuesta, ni más ni menos, que por ¡su propia familia!, como si de una comedia de Blake Edwards se tratara.
Como les anticipaba, si pusiéramos todos estos ingredientes en una coctelera y los agitásemos convenientemente, ¿no les parece que tendríamos todos los ingredientes y en sus justas dosis para alumbrar la tragicomedia del año?