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Santos Arriandi

Entre Garoña y Lemoiz

En la frontera entre el txirimiri y el sol, la luz y la penumbra. Entre una central nuclear que tiene los días contados y otra que murió antes de nacer, entre el Ebro y el Adour, entre riberas de choperas y acantilados y playas sobre el mar, este breve miniparaíso de arenales, robledales, hayedos, pinares y praderas se reencuentra a sí mismo en  su ser verdadero cuando llega un fin de semana como el pasado que inauguró este mes de abril, y se cruzan en él esos dos  momentos de sol y sombra, y  paseos por el parque o por la Concha o Sopelana con el poteo por las Siete Calles, el Casco Viejo donostiarra o cualquier Goienkale de cualquier villa o anteiglesia.

No es cuestión de borrar de nuestro almario todo lo que soporta de dolor, víctimas, conflictos y reivindicaciones pendientes, pero sí de tomar un respiro para seguir adelante con nuevos arrestos. Cuestión de reencontrarnos con la sonrisa, con esa capacidad de reírnos de nosotros mismos, con ese Txomin del Regato, esos personajes televisivos de Vaya Semanita, con ese bertsolari que todos llevamos dentro, cuestión de ponernos en plan de tertulia de sobremesa en el txoko.

Porque, y esto es ya un tema de prestigio nacional  e internacional, Euskadi, Euskal Herria, como paraíso que es, que somos, tenemos vocación de reclamo turístico, de hostelería, de lugar de encuentro y descanso para todo el mundo. Allá los demás con sus mensajes de “Tenerife tiene seguro de Sol” o de “A Mallorca voy con mi canción” o sus Costas Doradas. No necesitamos sol en exceso, ni montes pelados. Nuestro look  está hecho de platos exquisitos, alta cocina,  sabores y aromas de ríos y de un mar omnipresente; a nosotros nos basta con nuestro “Saboréala”, con ser el país de los “pintxos”. Nos basta y nos sobra con ser el país del humor inocente, naïf, bienintencionado, pensado más para la sonrisa que para la carcajada; con enseñar esa estrecha coexistencia y hermanamiento entre el mar y la montaña.
 
No acabamos de comprendernos, de encontrarnos a nosotros mismos, hasta que los de fuera, venidos en cualquier ferry o en cualquier vuelo charter, madrileños o catalanes, ingleses o americanos, se quedan deslumbrados y atónitos ante nuestras para ellos insospechadas e inesperadas ocurrencias. Con nuestra incorregible e impenitente fanfarronería de Bilbao, capital del mundo mundial, nuestro Guggehheim, nuestro apego a la txapela, las idi-probak, la pelota a mano, el arrastre de piedra, las alubias con sacramentos, a todo lo que nos devuelve de este universo supertecnológico a aquel otro de cultura rural del que venimos y del que solo conservamos algunos restos perdidos por esos montes de dios.   
 
Y esa es una de nuestras grandes e inapreciables riquezas, una de las grandes razones para cuidar nuestro medio ambiente, nuestra fauna, nuestras cigüeñas, nuestros caseríos, islotes de verdor y de vida humana en medio de mares de pinares. Para combatir tantos olores pestilentes de papeleras, centrales térmicas y depósitos de carburantes, tanta sobrecarga de CO2 y tanta contaminación de nuestras ciudades, esa sobrecarga de autopistas y trenes de alta velocidad que nos agobian. En hora buena renunciamos a Lemoiz, esa pesadilla; y ojalá llegue pronto el desmantelamiento de Garoña.
 
Ese es quizá uno de nuestros problemas, no hemos encontrado todavía la forma de conciliar progreso técnico, industrialización, desarrollo, con la preservación de nuestro medio ambiente, con los cuidados para mantener en revista este miniparaíso que la naturaleza o ese Ser superior nos ha regalado. Para ser al mismo tiempo taller y hotel, fábrica y jardín, parque y pista ferroviaria o autopista. Para eliminar malos olores de pasta de papel cociéndose a la intemperie y gases de petóleo y amianto. Es una de nuestras asignaturas pendientes, tal vez nuestro reto para el siglo XXI.

Honorio Cadarso es periodista

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