La huelga de ayer tuvo un amplio seguimiento o un escaso alcance, según desde dónde se mire. El caso es que un gran número de personas se echaron a la calle para protestar contra la reforma del mercado laboral aprobada por decreto por el Gobierno central.
También es verdad, sin embargo, que muchos fueron a trabajar. La mayoría, en la creencia de que la feria no va con ellos y de que las novedades sólo afectarán a las nuevas incorporaciones al mercado laboral. Otros porque se ven tan imprescindibles que piensan que si dejan de acudir al tajo el proceso productivo se resentirá a falta de tan decisivo eslabón. Y luego están quienes, acogotados por las deudas, no pueden permitirse el lujo de perder un día de sueldo. O los que temen ser mal vistos y acabar siendo despedidos.
Pero la huelga tenía una razón de ser mucho más profunda que el simple contenido del decreto-ley del Gobierno central o la situación de cada empresa o de cada trabajador en particular.
Su objetivo era denunciar el extraviado devenir de una estructura político-económica que no aborda las verdaderas causas de la crisis, sino que, poniendo tiritas a una hemorragia mortal, corre el riesgo de acabar llevándose por delante a tantos espectadores involuntarios, cuyo único error ha sido encomendarse al buen juicio de las instituciones políticas y financieras estatales e internacionales. El problema es que muchos no ven un horizonte mejor que seguir confiando en ellas todavía. Y es que dicen: «¿Y qué otra posibilidad nos cabe? Nadie sabe dónde está la salida a esta crisis».
A esto habría que replicar que hay expertos que dan buenos consejos, pero sin éxito. Estos días atrás, el premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz ha instado a los gobiernos a crear sus propios bancos para que fluya el crédito. En declaraciones al periódico ???Independent on Sunday???, asegura que para instituir uno en su país, EE UU, habría bastado sólo una pequeña parte de los 700.000 millones de dólares que se entregaron a los bancos para reflotarlos. Los países europeos se puden aplicar el mismo cuento. Otro Nobel, igualmente estadounidense, James Tobin, propuso nada menos que en 1978, una tasa que gravase el movimiento especulativo de capitales. Los representantes de los movimientos altermundistas (que se oponen a la globalización del neoliberalismo) recogieron el testigo y han venido repitiendo machaconamente sus postulados, que se siguen ignorando. La prueba más reciente es que los países agrupados en el G-20 no han conseguido ponerse de acuerdo para imponer una tasa a los bancos en su última reunión de Toronto (Canadá).
Estas y otras propuestas parecidas, que entran en la entraña de las causas de la crisis, son la verdadera solución. Porque el sentido común nos dice que: rebajar salarios, al tiempo que se aumentan los impuestos; dar facilidades para despedir más barato todavía; que los bancos, los inductores de la crisis, utilicen los fondos de ayuda estatal para refinanciarse y reforzar sus posiciones en lugar de para conceder créditos a las empresas; nada de esto ayudará ni a aumentar la demanda de bienes y servicios, ni la competitividad de las empresas, ni el consumo, ni el bienestar. Es por eso por lo que sí se puede decir claramente: No a este panorama, que hundirá la producción, conducirá a la economía por una espiral deflacionista y destruirá puestos de trabajo, elevando escandalosamente el gasto en seguros de desempleo y en asistencia social (¡Ojalá quede dinero para esto!)
No a que los ricos sigan siendo cada vez más ricos, los pobres cada vez más pobres y la clase media acabe engrosando el ejército de los desheredados.
Se hace necesario cambiar nuestra mirada, aceptar que nada volverá a ser lo mismo. Hemos cedido nuestro poder y hasta hace poco, en nuestra prepotencia, no creíamos que nos pudiera tocar… La sociedad que entre todos hemos montado es un ídolo con pies de barro.
Ánimo! Hasta laVictoria!!