Andan los inversores de cráneo no sabiendo dónde colocar su dinero para que rinda más y más. Claro que este es un problema de los pequeños. Porque los grandes, los multimillonarios, ésos saben muy bien qué hacer con él y cómo. Disponen de información privilegiada sobre la marcha del sistema financiero y son ellos mismos quienes sacuden los parqués estratégicamente. Y la fuerza de los tsunamis que levantan acaba trasladando a sus balances los activos de los aficionados al riesgo bursátil.
El pasado reciente nos ha demostrado que, a la hora de sacar partido al capital, no existen los chollos. Que todo aquello que promete altas rentabilidades lleva gato encerrado. Ahí están las estrepitosas caídas del solvente Ibex 35, los ‘afinsas’ o el recorte de las primas a las renovables cuya promesa de rentabilidad llevaba camino de convertir los espacios cultivables en sucursales de la NASA.
Que sepamos, nadie ha encontrado todavía la piedra filosofal, aquélla que es capaz de convertir los metales pesados en oro, elemento precioso que los esotéricos interpretan, en un sentido más elevado, como el ‘tesoro interior’. Bien: pues eso que con tanto ahínco persiguieron los emprendedores del pasado, es también ahora el mejor destino para nuestros recursos. Entendido, eso sí, en este último sentido, más sutil.
No hay mejor inversión en estos tiempos que la que realizamos en nosotros mismos: en nuestra cualificación profesional, en nuestro crecimiento humano y espiritual e intelectual. Eso nos acompañará adonde vayamos y estará a salvo de ladrones, especuladores y convulsiones políticas y sociales.
Nosotros y nuestros contemporáneos hemos tenido la fortuna de convivir varias generaciones sin grandes sobresaltos, avatares personales y familiares aparte. Apenas somos conscientes, por tanto, de que, de la noche a la mañana, un giro del destino puede desencadenar la fatalidad.
El gran escritor y pensador austríaco Stefan Zweig (1881-1942) cuenta en ‘El mundo de ayer (memorias de un europeo)’ cómo tres veces en su vida se quedó sin hogar, sin libros, sin dinero y hasta sin patria. Impresionante. Pero pudo sobreponerse y comenzar de nuevo gracias a sus reservas vitales, morales, espirituales e intelectuales. Eso no se lo pudieron quitar las guerras que vivió. Ni siquiera la muerte logró arrebatarle al mundo su sabiduría.
excelente reflexión, victoria. Enhorabuena!