Hace pocos días fallecía el mítico y longevo dirigente del PCE Santiago Carrillo, manteniendo su lucidez en plena senectud hasta el último momento, dejando tras de sí una controvertida y azarosa trayectoria política de mas de medio siglo de luces y sombras.
Cada cual lo recordará, según más le convenga, como presunto responsable de las matanzas de Paracuellos, o como protagonista de esa leyenda urbana que sitúa toneladas de oro en Moscú, sacadas de la España republicana por las gentes de los frentes populares, con el fin de que los insurgentes franquistas no se apoderaran del tesoro, o como un símbolo de la resistencia a la dictadura y prócer del actual sistema democrático.
No es mi propósito ni hacer un panegírico sobre la figura de Santiago Carrillo ni, por supuesto, denostarla. Sí creo oportuno, no obstante, en este contexto, por una cuestión de justicia material, recordar lo que sucedió durante cuarenta años ominosos en los que las libertades básicas y los derechos civiles y políticos más elementales fueron mancillados y pisoteados.
La posguerra, el régimen del caudillo, ocasionó que miles de personas, que no habían desempeñado nunca responsabilidad política de ninguna clase, y que no tenían ninguna causa pendiente con la justicia, ni humana, ni divina, se vieran obligadas a pasar por un doloroso exilio. Y estas líneas persiguen, simplemente, homenajearlas desde un pudoroso respeto.
No cabe la menor duda de que la Guerra Civil dejo tras de sí cientos de miles de muertos. Ni de que fue una guerra cruel, en la que hubo vencedores y vencidos. Ni que los vencidos fueron, al fin y a la postre, perseguidos y vilipendiados durante cuatro décadas. Por eso los muertos no fueron las únicas víctimas de la guerra, aunque, por cuestiones obvias, sean los protagonistas de las disputas sobre cuál debe ser la memoria histórica de esa España negra que ha de prevalecer más allá de los siglos.
Los exiliados y los encarcelados políticos fueron y han sido también víctimas de la guerra. Silenciosas víctimas de la guerra que, en muchos casos, no dejaron de luchar desde el otro lado del océano, o de siete fronteras, por mantener vivo el simple ideario que los desterró. Buscaban, fundamentalmente, la instauración de un sistema político basado en la libertad y la igualdad. Una aspiración que tenemos los humanos desde tiempos remotos, y que, a veces, aún parece quimérica.
Al fin y al cabo, hay quienes, en nuestros días, pese a ostentar responsabilidades públicas de primer rango, tildan de quimera plantear, dentro del Reino de España, con la política como única y exclusiva arma, el reconocimiento y ejercicio de derechos internacionalmente reconocidos, como el de la autodeterminación de los pueblos.
El tango va a tener razón: cuarenta años no son nada. O no nos han enseñado nada.
muy buen articulo Bengoetxea, zorionak!