Recibí noticias de Micaela el último
verano. Desde Matagalpa en Nicaragua, me
escribía feliz diciéndome que por fin consiguió
capacitarse y a sus 35 años puede mandarme
una carta de su puño y letra.
Tuvo que desaprenderse y volver a aprender
porque su naturaleza rebelde le reclamaba
negarse a repetir los roles habituales
generación tras generación: hijas sin estudios,
hijas sin casa, hijas sin derechos.
Me contaba que se ejercitó para hablar en
público, se preparó para hacer planes y
proyectos y comprometer a un grupo de
mujeres para crear una cooperativa agraria
totalmente femenina.
Luego
consiguieron romper las convenciones
tradicionales sociales y religiosas y aunque en
un principio fueron objeto de duras críticas, les
unió la defensa de la comunidad.
Prefirió no hablarme de su triste pasado
porque la ilusión que reflejaban sus palabras
en renglones retorcidos, eran más fuertes que
sus malos recuerdos.
No sé cómo
se las arregló para aterrizar por aquí y tuve la
oportunidad de conocerla antes de acabar el
año. Era aquella muchacha cuyo retrato yo
guardaba celosamente y que un día del siglo
pasado apadriné por 500 pesetas, quizás para
tranquilizar mi conciencia.
La
recogí en el aeropuerto con mi coche y quiso la
casualidad que al entrar en el pueblo, por una
de sus céntricas calles se formó una
importante caravana de vehículos tras un
rebaño de ovejas que atravesaba la localidad,
dejando a su paso un gran reguero de
excrementos que quienes circulábamos a
continuación fuimos convirtiendo en una masa
pastosa sobre el asfalto.
La
situación poco común, que a mí me resultó un
tanto exasperante, a Micaela le pareció
absolutamente normal y al ver mi inquietud
mantuvimos una corta conversación:
-No
te enojes por favor -me dijo.
-Ya, pero
lo que sucede es excepcional. No me lo podía
imaginar ni por asomo -respondí.
-¿Y por
qué los europeos tenéis siempre tanta prisa? –
preguntó.
-Tienes razón, la mayor parte
de la gente sufrimos de stress por aquí y ya sé
que al otro lado del charco vivís más relajados
-le aclaré.
Micaela me miró
fijamente a los ojos y me respondió:
-Es
posible que nuestro carácter sea más
sosegado, pero nos levantamos todas las
mañanas con afán de mejorar y aunque le
damos importancia a las cosas, desechamos el
tremendismo. Será porque pacientemente
vamos logrando poco a poco nuestros
propósitos. Las urgencias por allá están
condenadas a fracasar.
Tal vez la
cuestión sea que no captamos la idea del
proverbio chino. Como comentaba mi amigo
Angel, el argumento no es dejar de
preocuparse porque los problemas tengan o no
tengan solución sino por las dudas que arrojan.
Así que ante la duda, flema.