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Primeras sensaciones de un cadáver feliz

En los días inmediatamente posteriores a la sorpresiva muerte de Agustín, éste se convirtió en la comidilla del boulevard. No le extrañó en absoluto porque ya lo había sido cuando se le vió acompañado de dos maduras mozas extranjeras de buen ver.

Los vecinos no se podían creer que, en un abrir y cerrar de ojos, aquél genuino personaje hubiese desaparecido de sus vidas para siempre.

Pasadas unas fechas, se dejaron ver por aquella zona el detective Jolmes y el doctor Guasón, aunque únicamente fueran para cumplir el expediente y certificar que, efectivamente, no se trataba de un crimen, sino de una muerte accidental.

Papeles, ya se sabe. Ahora eran más bien documentos llenos de babas del dúo de pollinos encendidos ante la pareja del año, que se sonreía a hurtadillas, para mearse de la risa nada más cerrarse la puerta tras los investigadores.

Ajeno a las vueltas que todavía podía dar la vida, por supuesto no la suya, Agustín se regodeaba en su tumba sabiéndose el último varón que había disfrutado del sexo con las dos mujeres venidas del este.

Se sonreía al verse en el aeropuerto esperando a Katya con un ramo de flores, como un lechuguino y tratando de cogerle sus maletas, después del abrazo y los dos besos.-Sería muy romántico por tu parte-le hacía saber ella en una de las supuestas cartas de amor escritas en castellano por el traductor de Google.

Antes de que la escasa sustancia gris de su cerebro terminara de ser engullida por los gusanos que hacía noches le invadían todo el cuerpo, nuestro cadáver protagonista tomó una firme decisión que llevó a cabo de madrugada.

A la mañana siguiente, Marina se despertó un tanto confusa y preguntó a su compañera si poco antes de amanecer no había sentido algunos ruidos extraños en el desván. Katya le respondió que lo había notado realmente, pero no le dio excesiva importancia-Hay gatos en el callejón de al lado y se suelen colar a veces-explicó.

-Ni por amago-, se decía Txispi, cuyo olfato era infalible, y miraba a sus nuevas dueñas con el rabo tieso. Mordisqueó las pantuflas de su difunto amo y se las plantó ante sus narices.

-¡Perrro toonto! Tu dueño no volverá nunca más y vamos a tirar ahora mismo esas zapatillas a la basura-, le aseguraban nuestras amigas con su lengua de trapo.

-Txissssss, txisssss, Txisssspi-, escuchó el chucho que le llamaba una voz de ultratumba.

-¡Claro que he sido yo, mi querido viejo!- Antes de que mi sesera dejase de funcionar totalmente, no he podido remediar venir a buscar mi bicicleta. Me hace tanta falta en la otra vida como en la que he disfrutado hasta hace bien poco.

En Rusia, bellas mozas ansían poder entrar en nuestro país, pensando quizás que vienen a Jauja tras la caída del muro de Berlín, mientras Bilbao no recuerda una de sus particulares jornadas de cristales rotos, ni las huelgas salvajes de las acerías cuando dejaron en la calle a muchísima gente. Se está convirtiendo en una ciudad-jardín de mírame y no me toques, creyéndose una villa noruega, y sin embargo con la gente humilde en la cola del paro, aumentando su constante pateo de aquí para allá en busca de una ocupación, engordando los callos de sus pies.

Por mucho que nos digan que lo sucedido en la capital del mundo corresponde a épocas pretéritas, sobre las que tenemos que echar tierra encima, la contradicción es obvia cuando nos recomiendan que retomemos el uso de la bicicleta dejando el coche en casa.

Los tiempos pasados volverán, para bien y para mal. De aquellos polvos, estos lodos.

Agustín Ruiz Larringan, herritar aktiboa.

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