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Tragedia rica, tragedia pobre

Estos días nos ha conmocionado el devastador terremoto que ha asolado Japón, ha destrozado la economía del archipiélago y amenaza con provocar un desastre nuclear.

Las tragedias a gran escala siempre nos conmueven. Consiguen, incluso, que nos interesemos por personas que viven en las antípodas y cuyas costumbres no tienen nada que ver con las nuestras, aunque en este caso compartamos el estilo de vida occidental.

Pero interés no equivale a preocupación por su suerte. Tal vez simplemente nos ocurra que, al movernos en modelos sociales similares, nos veamos reflejados en ese mar de lodo y temamos que la crisis que inevitablemente sufrirá aquel país acabe enfangándonos de alguna manera.

En sintonía con esa atención, los medios informan profusamente sobre el seísmo como si hubiese sucedido aquí mismo.

Recuerdo, de pronto, el terremoto que sacudió Haití hace un año y tengo la sensación de que el tratamiento periodístico fue bien diferente. Aunque multiplicó por diez la cifra de víctimas (en Japón se habla de 10.000 muertos y desaparecidos, mientras que en el país caribeño hubo 100.000), aquella tragedia no provocó la alarma que se vive ahora.

En Haití, desde el primer momento se puso el acento en la ayuda humanitaria desplegada desde los países occidentales. Era como si el infortunio y la pobreza fueran algo tan inevitablemente unido que nos resignamos a que, de vez en cuando, las desgracias se ceben con quienes nada tienen que perder. Circunstancia que, de paso, nos ofrece la oportunidad de aligerar un poco el peso de nuestras conciencias.

Se ha dicho muchas veces que las catástrofes naturales tienen una incidencia infinitamente mayor sobre los países más pobres económicamente. Haití no dispone, como Japón, de edificios bien preparados para los seísmos. Hemos leído estos días que, de no ser por el maremoto posterior, los daños hubieran sido mínimos.

Poco después de las primeras sacudidas, la televisión nos presentó imágenes de personas que, en pleno movimiento telúrico, simplemente vagaban como aturdidas por sus oficinas. En un supermercado, el movimiento de las estanterías apenas dejaba caer algunos objetos al suelo. Hace un año, en Puerto Príncipe, sus edificios se derrumbaban como castillos de naipes. No quedó nada en pie. Y lo peor vino luego, en forma de epidemias y otras plagas.

Vistas las comparaciones, opino que en lugar de dar unos pocos euros que nos sobran cuando ya ha ocurrido lo inevitable, mejor haríamos en exigir a nuestros gobiernos que aumenten las ayudas al desarrollo de esos países que en pleno siglo XXI están todavía a expensas de los elementos. No les estamos regalando nada. Pensemos en lo que las potencias occidentales les hemos arrebatado durante siglos: sus mejores recursos y, por tanto, su posibilidad de desarrollo.

Vivimos el fin de unos tiempos. Esperamos una Tierra nueva donde habite la justicia

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