Durango es uno de esos pueblos del far-west provinciano, cabecera de comarca, donde las vacas pastan en los prados y las campanas de la iglesia rompen el abrupto silencio, mientras los aldeanos descienden de sus caseríos en alegre biribilketa. Far west, por aquello de lo desconocido y hostil, un lugar con acento puro y poca ley. Así de bucólico y pintoresco se lo imaginan algunos bilbaínos poco viajados, que todavía no han tenido la oportunidad de atravesar las fronteras de su Botxo.
Semejante postal imaginaría también Zapatero la primera vez que vino a Durango, allá por el año 2005; retrato que vería desvanecerse al observar la aparatosa industria, la red de carreteras y sus humos en las inmediaciones de la villa. Se marcharía desilusionado, seguro, al ver que en su recorrido del coche oficial al escenario, y del escenario al coche oficial, no le dio tiempo a atrapar el aroma del auténtico ambiente vasco. “¡Oh, queridas txapelas negras con piquillo! ¡Oh, querido vascuence, lengua de ermitaños prehistóricos! ¡Oh, queridas vascongadas de eterno sirimiri y aizkolaris aguerridos!”, suspiraría en su coche oficial camino a Madrid.
El domingo Zapatero recuperó la sonrisa. Las fuerzas de seguridad decidieron extremar la precaución en la comarca interior, el far west vizcaíno: acordonaron la zona, limitaron los aparcamientos, controlaron el tráfico y detuvieron la circulación ante la llega del presidente. Pero esta vez Zapatero no se fue desilusionado. Los organizadores del evento decidieron suplir la ausencia de bucolismo de la visita anterior con un masivo desembarco de símbolos. Eso sí, sin abandonar el DEC (Durango Exhibition Center), todo arrejuntado dentro del recinto. Del coche oficial al escenario; del escenario al coche oficial. Pero esta vez hubo ikurriñas, aurresku y txalaparta por el camino. Salió satisfecho el presidente, que según fuentes próximas al mandatario, antes de bajar al parking estrechó la mano de su correligionario vasco y le soltó:
– Patxi, me siento emocionado, la siguiente vez vendré en autobús, de invitado, y me sentaré en el público ondeando una ikurriña.
– Sí José Luis, usted descuide, yo mismo me encargaré de mostrarle esta hermosa villa y acompañarle entre sus gentes en un hermoso paseo.
– Ah Patxi, y si vuelvo, si vuelvo algún año, espero que me dediques unas palabras en vascuence y organices una exhibición de trontzalaris.
– ¡Ah! Eso no, José Luis, eso no.
– ¡Patxi! ¿Qué pasa, tienes miedo a los trontzalaris?
– No José Luis, aunque lo he intentando, me da más miedo el vascuence.
Muy bueno, tal y como es